Texto: Francisco López Barrios
Escritor.
Premio Andalucía de la Crítica, 2016
Con el iberismo sucede como con muchas de las ideas que han transformado la vida de los seres humanos. Su evidencia les ha restado, aunque parezca contradictorio, posibilidades de concreción. Un ejemplo muy, muy normalito: hasta los escarabajos peloteros saben que las formas esféricas permiten el traslado de grandes pesos. Rodando. Pero la humanidad tardó siglos en aplicar lo evidente y convertirlo en realidad. Hoy, todo el mundo sabe qué es y para qué sirve una rueda, aunque nadie podría decir con certeza quién la inventó y quién la hizo rodar por primera vez. La rueda existe, está ahí, al verla parada cualquiera puede imaginar que en algún momento podría empezar a rodar, a moverse. A cumplir su destino de rueda.
Pues con la idea Iberista, con la emoción Iberista, que ambas vertientes forman parte del todo Ibérico, ocurre algo parecido. Al observar el mapa de la península ibérica, cuando se representa solo a Portugal, como una isla flotando, misteriosa y ensimismada, entre el Mediterráneo y el Atlántico; o cuando se representa el mapa de España excluyendo a Portugal, grafismo extraño por la rareza inarmónica de sus formas, cualquier persona, bienintencionada y sin juicios previos de valor, advierte que hay fragmentación donde la naturaleza sembró unidad, donde el espacio geofísico refiere claramente una continuidad territorial que se denomina península y que nace a partir de frontera natural que son los Pirineos. Una península habitada desde antiguo por un pueblo de origen indo/escita, los íberos, que, probablemente compartirían el territorio con las inevitables pugnas tribales en una primera fase. Agravadas después durante la Edad Media, tras la expulsión de Roma, por los conflictos de intereses entre las clases dominantes, representados y hechos suyos por monarquías y estamentos nobiliarios que en muchas ocasiones buscaron el apoyo exterior para defenderlos, cuando incluso ellas mismas ni siquiera procedían, como en el caso español, de troncos dinásticos hereditarios de mínima o ninguna relación genética con España. Los iberos originales fueron acogiéndose en reinos diversos, disfrutando del uso de variadas lenguas derivadas, con excepción del vasco o euskera, del mismo tronco común: el latín. A veces se unificaron en un solo reino, otras se multiplicaron en sus apegos a identidades que en ocasiones fueron reales y otras veces simples banderines de enganche emocional al servicio de los caciquismos locales o regionales.
Ese fue el pasado, y asi llegamos hasta nuestros días. Un pasado similar al de las restantes naciones europeas, sobre todo las grandes naciones europeas, entre las que se encuentran por derecho propio España y Portugal. Naciones transformadas en Estados que, a partir de la Revolución francesa, incorporarán, de la mano de sus ciudadanos más avanzados, las novedosas propuestas de libertad, igualdad y fraternidad. Un catálogo de ideas inquietantes para el universo conservador puesto que, como cualquier idea que trate de pasar de la teoría a la práctica, al final se verá obligada a abordar la estructura económica sobre la que intenta actuar y establecerse.
En definitiva: una historia común que, por supuesto, se desarrolló en parecidos términos en España y Portugal, los dos grandes Estados ibéricos, (sin olvidarnos de Andorra) que vieron como sus circunstancias se adaptaban a las realidades que llegaban con los aires transformadores procedentes de Europa. Por eso, mienten quienes nos tratan, a los habitantes de Iberia, como seres que han vivido encerrados en sí mismos: dos Repúblicas hubo en España, y, por ejemplo, se logró el voto femenino antes que en muchos otros países europeos. Por tener, hasta tuvimos una dictadura de corte fascista durante cuarenta años. También en Portugal, con Franco desde tendiéndole la mano a Oliveira Salazar y viceversa.
¿Qué ocurrió con los pequeños mientras que los grandes dirimían sus rencillas?¿Qué ocurrió con los habitantes de Iberia, con quienes trabajaban cada día para ganarse el sustento y eran, en todo caso, las primeras víctimas de las banderas y los himnos amparados en la retórica de la separación en lugar de la búsqueda de la concordia? Llegaron los enfrentamientos, las desconfianzas, la pérdida de una identidad que no se rindió ante Roma pero que, fragmentada, perdió sus posibilidades de desarrollo. Y aunque es verdad que, desde cualquier punto de vista, el hábitat ibérico ganó con la latinidad, que no solo trajo a Iberia el arado, capaz de revolucionar las técnicas agrícolas de los íberos, especialmente en las duras y frías tierras del norte de la península, sino el Derecho, el cristianismo, los acueductos, las escuelas públicas, y, en definitiva, un grado superior de civilización; aunque es cierto que Roma unifico y construyó lo que después destrozarían los barbaros, no es menos cierto que la reconstrucción de una identidad común, que pudo hacerse bajo el aliento poderoso de la latinidad, se perdió de nuevo entre avatares como la llegada de los pueblos germánicos del norte de Europa primero y del Islam unos siglos más tarde.
Hoy, para los iberos, vuelve a ponerse en hora el reloj de la libertad, de la igualdad y de la solidaridad. Se inicia, desde el esfuerzo callado de unos miles de ciudadanos portugueses y españoles, una nueva etapa que mira sobre todo al futuro, que convierte en historia interesante, pero inoperante en las conciencias las viejas rencillas del pasado, y que se apoya en dos bastiones que le son propios, reales e indiscutibles: la ibericidad y la latinidad. Lo ibérico, que delimita la realidad geofísica, que no necesita demostración, y que nos habla de una pluralidad de pueblos, quizás la de mayor personalidad individual y de conjunto de las que habitan Europa; y lo latino, que constituye el cuerpo de espiritual, lingüístico, filosófico, ontológico, y que se resume en la forma de entender la vida, de imaginarla y practicarla. Con sus particulares modulaciones culturales pero con los signos de la pertenencia a un tronco común fácilmente identificables.
Cuando en Guinea Ecuatorial se habla español o cuando en Brasil o Mozambique se habla portugués, el fenómeno de la iberofonía se produce con naturalidad. Más como una conquista de todos que como la agresividad de algunos, inscrita esta última, de todas formas, en las páginas del pasado histórico. Y cuando en Argentina o en Méjico o en El Salvador o en Brasil se sienten latinoamericanos y/o iberoamericanos, no dicen nada que no se corresponda estrictamente con el enorme bagaje que llegó desde Iberia, que se hizo materia al ser vivida por seres humanos de carne y hueso y que incluía e incluye desde la sabiduría de Pitágoras y Sócrates hasta las intuiciones cuánticas de Teresa de Jesús o Ibn Al Arabí de Murcia, desde la epopeya de “Os Luisiadas” de Camoens, hasta los deslumbrantes registros creativos de Pessoa o de Saramago. Por citar solo algunos, pocos, ejemplos de lo que afirmo.
Cuando más de cincuenta millones de habitantes de la península ibérica pierdan por fin el velo que cubra su mirada; cuando se reconozcan como tripulantes del barco con más futuro (posible, aunque los futuros hay que trabajarlos) de los que navegan por el mundo en el nombre de Europa; cuando en el Parlamento europeo resuene por fin la voz de una Iberia no necesariamente fundida en un solo Estado, pero si cohesionada en una voluntad común y en una dimensión de estrategias globales compartidas; cuando por fin el mosaico ibérico actual encuentre el encaje democrático de sus piezas para defender los intereses que nos afectan (los intereses de las mayorías, no de las multinacionales, los bancos o el capital), solo entonces nosotros, los íberos, con el apoyo de los pueblos hermanos de América, África y Asia, podremos traducir nuestra existencia en una civilización renovadora y heredera de la creatividad histórica, de cuyas entrañas más íntimas formamos parte.
El movimiento Iberista acaba de empezar. Recoge las múltiples herencias del pasado, y las reformula en el presente mirando al futuro. La llamada a los pueblos ibéricos, la convocatoria de sus esfuerzos para descubrir la comunidad de sus vínculos, se apoya en una historia que muchos desconocen porque algunos trataron sistemáticamente de borrarla de la memoria colectiva.
Los tiempos cambian. El sujeto de las transformaciones sociales no puede ser ya a estas alturas una clase social en exclusiva, sino la alianza de los individuos que comparten puntos de vista solidarios y son conscientes de las mismas necesidades. Una alianza no contra nadie, sino a favor de todos y en la que todos los íberos de buena voluntad tienen cabida.
Ojalá los esfuerzos pioneros del Movimiento Partido Ibérico portugués y del Partido Ibérico Iber español, logren captar las voluntades de nuevos militantes capaces de trasladar a sus círculos de influencia las buenas nuevas que ahora se ponen en marcha. Ojalá que el grito de ¡Viva Iberia Libre!, un grito de ánimo y concordia, resuene pronto en las calles y las plazas de nuestra vieja península ibérica, la patria compartida – y secuestrada durante siglos – de los íberos